domingo, 23 de mayo de 2010

La Mentalidad Ganadora: Causas y Consecuencias (I)

De entre las muchas cualidades innatas que el hombre atesora ninguna me resultó nunca más valiosa, por lo exclusivo y extraño, que la de ser un triunfador.


Freud decía que infravaloramos nuestro subconsciente. Que nos creemos demasiado dueños de nosotros mismos cuando en realidad un elevadísimo porcentaje de nuestros actos se debe a impulsos. En los años que llevo de vida poco he podido experimentar como más salvaje y animal que la competitividad del ser humano. Mucho más que en los animales, pues mientras a éstos los mueve el hambre, la sed o el celo, al hombre le mueve la metafísica sensación de ganar. Más aún. Hay quien sacrifica dinero y tiempo (traducible a cosas como alimento en el idioma animal) en pos de saborear el triunfo.


Teorizo sobre que la mentalidad ganadora existe. Sobre que hay personas programadas para ganar. Sus respuestas instintivas hacia ciertos estímulos externos serán muy diferentes de aquellos que no compartan su don, a grandes rasgos. La mentalidad ganadora no es una cualidad clara y diferenciada, como por ejemplo ser bueno en matemáticas o tener facilidad para los idiomas. La mentalidad ganadora lleva intrínseca otra serie de capacidades de las que necesita.


Según mi experiencia la capacidad más importante de la que bebe la mentalidad ganadora es la constancia. Toda lógica comprende que cualquier reto en el que uno fracasa puede (o pudo) ser superado a base de constancia, siempre y cuando el triunfo en ese reto dependa exclusivamente de uno mismo. Un ganador es constante en su trabajo, siempre. Porque posee la mayor motivación que existe en la tierra: ganar.


He conocido a muchos que critican mi opinión (lo cual siempre les agradecí). Comprendo que es difícil asumir que la mayoría de nosotros estamos condenados a tender a fracasar en nuestros propósitos antes que a triunfar. De hecho, mírense a sí mismos y piensen en la proporción de fracasos contra éxitos a lo largo de su vida. El de sueños cumplidos por el de sueños rotos, y no me refiero a querer ser astronauta precisamente. Existen personas extraordinarias que convierten ese balance en positivo. Y entonces es cuando yo me niego a creer que ha sido sólo cuestión de suerte.


No por ganar siempre se es un ganador. Hay quien la genética dotó de una base muy sólida para solventar futuros problemas. Así, aquel hombre alto y fornido, de facciones fuertes y voz agradable conseguirá el trabajo antes que el bajito y feucho. Y no lo digo yo, sino la estadística aplastante. No sé si conoceran ustedes la historia del debate electoral que tuvo lugar en 1960 entre Nixon y Kennedy. Pasó algo muy curioso que explica mi ejemplo a la perfección. Por aquella época la radio y la televisión tenían una audiencia en términos de millones de espectadores similar. Pues bien, el mismo debate, transmitido en ambos medios de comunicación, tuvo como ganadores a ambos contendientes, uno en cada medio. Adivinen quién ganó el televisivo.


Como digo, poseer una genética que ayude a ganar no significa ser un ganador. Yendo al deporte, cuántos grandes talentos técnicos y físicos se quedaron por el camino por falta de motivación o constancia. A cuántos nos habremos perdido.

Pues bien, es aquí donde entra la mentalidad ganadora. Aquí especialmente. Porque un ganador posee ese empuje, esa fuerza, ese espíritu. Esa voluntad que lo diferencia del resto y le hace triunfar.



Pagaría lo que fuera por pertenecer a tan selecto club. Pero me temo, que esta es una de esas pocas cosas que el dinero no compra.

sábado, 15 de mayo de 2010

Crónicas de un patio trasero

Nunca me consideré un hombre afortunado. Nada siquiera cerca de tal concepto. Pero quiso el destino compensar mis desventuras con una bonita canasta de baloncesto.


Contaba yo con pocos años de edad cuando supliqué a Padre por ella. Me imaginaba por el resto de mis tardes allí, en mi patio, jugando a lo que por aquel entonces no era más que un juego. Me iba con mi pelota, y hasta que mi pobre vecino me suplicaba clemencia, o hasta que oscurecía, botaba y botaba, lanzaba y lanzaba.

Poco queda ya en mí de aquel muchacho. Aún hoy, de vez en cuando, asomo la cabeza y veo a mi canasta, impaciente, como un cánido que aguarda que se le dé de comer. Aguanta tormentas, nevadas y lluvias torrenciales. Estoica, como si creyera que está en deuda conmigo.


Qué equivocada estás, canasta mía. Aguardas la tempestad, y te abres ante mí, como el amigo que no sólo se alegra sinceramente de verte, sino que te invita a comer. Como el psicólogo que no sólo te pasa consulta, sino que además no te cobra. Como el profesor que no sólo evalúa mi trabajo, sino que además me ayuda a perfeccionarlo.


Es duro fracasar en esta vida. Y no por más hacerlo se acostumbra uno antes. En ocasiones, cuando mi mente empieza a nublarse y mi corazón se encoge, me calzo lo primero que pillo y voy a visitar a mi canasta. Y de repente todo cambia. No esque mejore. Simplemente, cambia.

Y hay un pequeño lapso de tiempo, entre tiro y tiro, en el que sin previo aviso, como las tempranas gotas de lluvia sobre la ventana, vuelven a mi mente todos esos fantasmas. Agarro el balón y no consigo espantar de mi mente todo eso. Los éxitos que no puedo alcanzar, las trabas que no puedo superar, las personas queridas que no puedo complacer, las mujeres que no puedo amar...



Y entonces, mi diestra suelta otro latigazo.